Rutina mexiquense




Beep, beep, beep…
Abro los ojos lentamente, me doy cuenta que lo que suena es mi alarma. Abro, cierro los ojos, doy un par de vueltas, busco el celular, apago la alarma. 5:40 am, no puedo mantener los ojos abiertos pero no me puedo permitir llegar tarde.

Me levanto, aún con los ojos cerrados, camino al baño, cepillo mis dientes, abro la regadera, espero que el agua se caliente mientras me quito la pijama, tomo un baño corto pero que permite que despierte lo suficiente para mantener los ojos abiertos. Me seco, regreso a mi habitación, con una toalla cubriendo mi cuerpo y otra enrollada en mi cabello largo y castaño. Abro el closet y comienzo a pensar en qué me voy a poner, paso mis manos por todas las faldas y vestidos que tengo mientras recuerdo que mis piernas son prominentes, rozan cuando camino por un buen rato y también recuerdo que mi odisea diaria incluye hombres viendo fijamente a ellas. Entonces paso rápidamente a la sección de los pantalones de mezclilla, en su mayoría rotos y gastados de la entrepierna porque de unos años para acá es lo único que uso.

Me pongo lo mismo de siempre: pantalón de mezclilla, tenis cómodos, blusa corta tipo crop-top de colores ‘sobrios’, prohibidos colores pastel, prohibidos los colores del arcoiris porque mi tono de piel no me lo permite; -‘los colores son para los güeritos y tú no eres güerita hija.’ -eso decía mi papá, eso digo yo ahora, un suéter lo suficientemente caliente para soportar el frío de antes de las 7:00 am pero lo suficiente delgado para no sufrir por cargarlo todo el camino de regreso. Cepillo mi cabello mojado, que escurre hasta que las gotas de agua tocan el piso, enchino un poco mis pestañas, rímel, poquito blush y ya estoy lista.

Camino a la cocina con mi mochila al hombro, preparo algo de comer, preparo el desayuno y lo como rápidamente. Guardo café recién hecho en mi termo. Reviso todo: cartera, monedas en la bolsa, audífonos, libro, comida. Me da horror y flojera pensar en las dos horas y media que me esperan de camino.

-Ni modo, sí me gusta estudiar, ir a la escuela. Pienso, aunque deteste a mis compañeros, aunque sienta que no tengo amigos de verdad, aunque no vea a mi familia, aunque me sienta vacía e incompleta todos los días. Salgo de casa con las llaves en la mano, las meto en la bolsa de mi chamarra y no las suelto hasta que me subo a la combi, me pongo mis audífonos, pongo música, ni tan fuerte ni tan alta, para escuchar todo a mi alrededor, pero también para concentrarme en el libro que estoy leyendo hoy, que seguro terminaré pronto, tal vez al final de esta semana.

Después de las dos horas y medias de camino anticipadas, llego a mi destino, a estudiar o a odiar la vida durante unas seis horas y luego volver.

Llego con hambre, destapo el termo del café, aún caliente, saco algo de comer. Me siento y como mientras me distraigo en redes sociales viendo a mis amigos andando en bicicleta mientras yo tengo que viajar dos horas y media en transporte público y me siento frustrada, siento que ya no soporto, pero tengo que hacerlo, tengo que hacerlo, o decidí hacer esto, no puedo cancelarlo, no quiero.

Paso seis horas entre clases, conferencias y descansos cortos. Me duele la cabeza del hambre y de tener que usar toda mi atención pero que resulte imposible. Ni sé a qué vengo, no entiendo nada, creo que soy tonta, aunque todos dicen que es la fatiga, el cansancio del traslado. El susto de viajar todos los días y cuidarme dos horas y media de ida y dos horas y media de regreso, cuidarme de los hombres, de que no me saquen nada de la mochila, de que no me roben nada del pantalón de mezclilla.

El regreso es eterno; no importa cuánto duerma, no importa cuánto coma, nunca es suficiente, siempre tengo hambre, siempre tengo sueño.  Camino a la parada del autobús pero se tarda mucho entonces decido caminar al metro, es un camino de aproximadamente veinte minutos.

Mientras camino con mis audífonos puestos, con la música ni tan fuerte, ni tan alta. Siento y luego escucho un carro atrás de mí. Le pongo pausa a la música para poner atención al carro. Tienen la música fuerte, camino más rápido, entonces bajan el volumen. Se emparejan a mí, me dicen cosas de mi cuerpo, me preguntan me nombre, me chiflan, mientras yo intento ignorarlos.

El camino apenas empezaba, tendría que volver a la parada o seguir caminando a la siguiente, no estaba cerca ni de una ni de otra. Comencé a sentir la desesperación, veo sus manos, uno de ellos tiene un reloj caro en la mano, intento ver más detalles por si algo pasa pero no me animo a verlos a la cara.

-¡Hey!, amiga. Es tu última oportunidad para voltear. No te voy a rogar más. ¡Pinche vieja mamona!
El carro arranca rápidamente y se van, me siento aliviada pero también siento que pueden volver. Me tapo lo más que puedo, camino más y más rápido, casi corro.
Al final no importa qué colores uso, ni de qué color es mi piel.
Al final todos los días es un infierno, porque soy mujer.

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